miércoles, 17 de agosto de 2011

El Kybalión.


«Los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender.»

El Kybalión.

Desde el antiguo Egipto han venido las enseñanzas fundamentales y secretas que tan fuertemente han influido en los sistemas filosóficos de todas las razas y de todos los pueblos, durante centurias enteras. El Egipto, la patria de las pirámides y de la Esfinge , fue la cuna de la Sabiduría Secreta y de las doctrinas místicas. Todas las naciones han sacado las suyas de sus doctrinas esotéricas, La India , Persia, Caldea, Medea, China, Japón, Asiria, la antigua Grecia y Roma, y otros no menos importantes países, se aprovecharon libremente de las doctrinas formuladas por los hierofantes y Maestros de la tierra de Isis, conocimientos que sólo eran transmitidos a los que estaban preparados para participar de lo oculto.

Fue también en el antiguo Egipto donde vivieron los tan grandes adeptos y Maestros que nadie después ha sobrepasado, y que rara vez han sido igualados en las centurias que han transcurrido desde los tiempos del Gran Hermes. El Egipto fue la residencia de la Gran Logia de las fraternidades místicas. Por las puertas de su templo entraron todos los neófitos que, convertidos más tarde en Adeptos, Hierofantes y Maestros, se repartieron por todas partes, llevando consigo el precioso conocimiento que poseían y deseando hacer partícipe de él a todo aquel que estuviera preparado para recibirlo. Ningún estudiante de ocultismo puede dejar de reconocer la gran deuda que tiene contraída con aquellos venerables Maestros de Egipto.

Pero entre esos grandes maestros existió uno al que los demás proclamaron «el Maestro de los Maestros». Este hombre, si es que puede llamarse «hombre» a un ser semejante, vivió en Egipto en la más remota antigüedad y fue reconocido bajo el nombre de Hermes Trismegisto.

Fue el padre de la sabiduría, el fundador de la astrología, el descubridor de la alquimia. Los detalles de su vida se han perdido para la historia, debido al inmenso espacio de tiempo transcurrido desde entonces. La fecha de su nacimiento en Egipto, en su última encarnación en este planeta, no se conoce ahora, pero se ha dicho que fue contemporáneo de las más antiguas dinastías de Egipto, mucho antes de Moisés. Las autoridades en la materia lo creen contemporáneo de Abraham, y en alguna de las tradiciones judías se llega a afirmar que Abraham obtuvo muchos de los conocimientos que poseía del mismo Hermes.

Después de haber transcurrido muchos años desde su muerte (la tradición afirma que vivió trescientos años), los egipcios lo deificaron e hicieron de él uno de sus dioses, bajo el nombre de Thoth. Años después los griegos hicieron también de él otro de sus dioses y lo llamaron «Hermes, el dios de la sabiduría». Tanto los griegos como los egipcios reverenciaron su memoria durante centurias enteras, denominándole el «inspirado de los dioses», y añadiéndole su antiguo nombre «Trismegisto», que significa «tres veces grande». Todos estos antiguos países lo adoraron, y su nombre era sinónimo de «fuente de sabiduría».

Aun en nuestros días usamos el término «hermético» en el sentido de «secreto», «reservado», etc., y esto es debido a que los hermetistas habían siempre observado rigurosamente el secreto de sus enseñanzas. Si bien entonces no se conocía aquello de «no echar perlas a los cerdos», ellos siguieron su norma de conducta especial que les indicaba «dar leche a los niños y carne a los hombres», cuyas máximas son familiares a todos los lectores de las escrituras bíblicas, máximas que, por otra parte, habían sido ya usadas muchos siglos antes de la Era Cristiana.

Y esta política de diseminar cuidadosamente la verdad ha caracterizado siempre a los hermetistas, aun en nuestros días. Las enseñanzas herméticas se encuentran en todos los países y en todas las religiones, pero nunca identificada con un país en particular ni con secta religiosa alguna. Esto es debido a la prédica que los antiguos instructores hicieron para evitar que la Doctrina Secreta se cristalizara en un credo. La sabiduría de esta medida salta a la vista de todos los estudiantes de historia. El antiguo ocultismo de la India y la Persia degeneró y se perdieron sus conocimientos, debido a que los instructores se habían convertido en sacerdotes y mezclaron la teología con la filosofía, siendo su inmediata consecuencia que perdieron toda su sabiduría, la que acabó por transformarse en una cantidad inmensa de supersticiones religiosas, cultos, credos y dioses. Lo mismo pasó con las enseñanzas herméticas de los gnósticos cristianos, enseñanzas que se perdieron por el tiempo de Constantino, quien mancilló la filosofía mezclándola con la teología, y la iglesia cristiana perdió entonces su verdadera esencia y espíritu, viéndose obligada a andar a ciegas durante varios siglos, sin que hasta ahora haya encontrado su camino, observándose actualmente que la iglesia cristiana está luchando nuevamente por aproximarse a sus antiguas enseñanzas místicas.

Pero siempre han existido unas cuantas almas que han conservado viva la llama, alimentándola cuidadosamente y no permitiendo que se extinguiera su luz. Y gracias a esos firmes corazones y a esas mentes de extraordinario desarrollo tenemos aún la verdad con nosotros. Mas no se encuentra en los libros. Ella ha sido transmitida del Maestro al discípulo, del iniciado al neófito, de los labios a los oídos. Si alguna vez se ha escrito algo sobre ella, su significado ha sido cuidadosamente velado con términos de astrología y alquimia, de tal manera que sólo los que poseían la clave podían leerlo correctamente. Esto se hizo necesario a fin de evitar las persecuciones de los teólogos de la Edad Media , quienes luchaban contra la Doctrina Secreta a sangre y fuego. Aun en nuestros días nos es dable encontrar algunos libros valiosos de filosofía Hermética, pero la mayor parte se ha perdido. Sin embargo, la Filosofía Hermética es la única clave maestra que puede abrir las puertas a todas las enseñanzas ocultas.

En los primeros tiempos existió una compilación de ciertas doctrinas herméticas que eran las bases fundamentales de toda la Doctrina Secreta , y que habían sido, hasta entonces, transmitidas del instructor al estudiante, compilación que fue conocida bajo el nombre de El Kybalion, cuyo exacto significado se perdió durante centenares de años. Sin embargo, algunos que han recibido sus máximas de los labios a los oídos las comprenden y las conocen. Sus preceptos no habían sido escritos nunca hasta ahora. Son, simplemente, una serie de máximas y axiomas que luego eran explicados y ampliados por los Iniciados. Estas enseñanzas constituyen realmente los principios básicos de la «alquimia hermética», la que, contrariamente a lo que se cree, está basada en el dominio de las fuerzas mentales, más bien que en el de los elementos materiales; en la transmutación de una clase de vibraciones mentales en otras, más bien que en el cambio de una clase de metal en otro. La leyenda acerca de la piedra filosofal, que convertía todos los metales en oro, era una alegoría relativa a la Filosofía Hermética , alegoría que era perfectamente comprendida por todos los discípulos del verdadero hermetismo.

En esta obra invitamos a nuestros estudiantes a examinar las enseñanzas herméticas, tal como fueron expuestas en El Kybalión, explicadas y ampliadas por nosotros, humildes estudiantes de las mismas, que si bien llevamos el título de iniciados somos, sin embargo, simples discípulos a los pies de Hermes, el Maestro. Transcribimos aquí muchas de las máximas y preceptos de El Kybalión, acompañadas por explicaciones y comentarios que creemos ayudarán a hacer más fácilmente comprensible esas enseñanzas por los hombres modernos, especialmente teniendo en cuenta que el texto original ha sido velado a propósito con términos obscuros y desconcertantes.

Las máximas originales, axiomas y preceptos de El Kybalión están impresos con otro tipo de letra. Esperamos que los lectores de esta obra sacarán tanto provecho del estudio de sus páginas como lo han sacado otros que han pasado antes por el mismo sendero que conduce a la maestría desde los tiempos de Hermes Trismegisto, el Maestro de los Maestros, el Tres veces Grande, hasta ahora.

Dice El Kybalión:

«Donde quiera que estén las huellas del Maestro, allí los oídos del que está pronto para recibir sus enseñanzas se abren de par en par.»

«Cuando el oído es capaz de oír, entonces vienen los labios que han de llenarlos con sabiduría.»

De manera que, de acuerdo con lo indicado, este libro sólo atraerá la atención de los que están preparados para recibirlo. Y recíprocamente, cuando el estudiante esté preparado para recibir la verdad, entonces este libro llegará a él. El principio hermético de causa y efecto, en su aspecto de «ley de atracción», llevará los oídos junto a los labios y el libro junto al discípulo.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Los secretos de la inmortalidad


En el mundo grecorromano se adquirió pronto la costumbre de contraponer espíritu y materia, lo que en las concepciones religiosas se tradujo por la contraposición de una única alma espiritual al cuerpo material. Para los chinos, que no separaron nunca espíritu y materia, sino que veían el mundo como un continuo que pasa sin interrupción del vacío a las cosas materiales, el alma no desempeñaba ese papel de principio invisible y espiritual opuesto al cuerpo visible y material. Por otra parte, en cada ser humano había demasiadas almas como para que alguna de ellas pudiera equipararse al cuerpo sirviéndole de contrapeso. Todo hombre tiene dos grupos de almas, tres almas superiores (hun) y siete interiores (p'o); y si bien existían distintas creencias sobre el destino de esos dos grupos de almas en el otro mundo, reinaba unánimente la convicción de que todas ellas se separaban a raíz de la muerte. En la vida como en la muerte esas almas múltiples eran muy imprecisas, vagas y débiles; y una vez dispersa, al morir, esa pequeña tropa de insulsos espíritus, ¿cómo congregarla de nuevo y rehacer su unidad?

Al contrario, el cuerpo es único; en él viven todas esas almas y otros espíritus.

Así, pues, sólo dentro de un cuerpo se estimó posible lograr una inmortalidad que conservara la personalidad del viviente sin dividirla en varias capaces de llevar otras tantas existencias separadas. Los taoístas llegaron a pensar que ese cuerpo necesario podría ser un nuevo cuerpo creado en el otro mundo. Aceptaron esta idea con miras a la liberación de los muertos, imaginando en el más allá una fusión de almas por la que el difunto recibía un cuerpo inmortal si los vivos intercedían en su favor con oraciones y ceremonias apropiadas; mas no la generalizaron.

La conservación del cuerpo vivo siguió siendo el medio normal para adquirir la inmortalidad, haciendo surgir y desarrollando en uno mismo órganos inmortales (piel, huesos, etc.) que fueran poco a poco reemplazando a los órganos mortales. El adepto llegado a este punto no muere, sino que "sube al cielo en pleno día".

Fijar por meta a los fieles la inmortalidad del cuerpo y la supresión de la muerte era exponerse al mentís inmediato de los hechos: resultaba harto fácil comprobar que esa ascensión al cielo sólo podía ser excepcional y que en realidad todos, aún los más fervientes taoístas, morían como los demás hombres. Semejante creencia no podía por tanto difundirse sin alguna interpretación del modo de sustraerse a la muerte. La interpretación admitida era que, para no perturbar a la sociedad humana donde la muerte constituye un acontecimiento normal, el que se volvía inmortal fingía morir como toda otra persona.

Se le enterraba según los ritos ordinarios, mas esta muerte era falsa: en el ataúd se ponía un sable o un bastón, con todas las apariencias de un cadáver; el verdadero cuerpo se había ido a vivir entre los inmortales. Esto se conocía por el nombre de "liberación del cadáver".

La necesidad de transformar el cuerpo para volverlo inmortal imponía numerosas y variadas obligaciones al adepto taoísta (t'ao shih). Había que "alimentar el cuerpo" para transformarlo, "alimentar el espíritu" para hacerlo durar y entregarse para ello a toda clase de prácticas. Éstas dependían de dos técnicas distintas.

En el plano material, la dietética y los ejercicios respiratorios servían para "alimentar el cuerpo" para transformarlo, "alimentar el espíritu" para hacerlo durar y entregarse para ello a toda clase de prácticas. Éstas dependían de dos técnicas distintas. En el plano material, la dietética y los ejercicios respiratorios servían para "alimentar el cuerpo", es decir, suprimir las causas de decrepitud y muerte del cuerpo material y crear dentro de sí mismo el embrión dotado de inmortalidad que arraiga, crece y, ya adulto, transforma el cuerpo basto en cuerpo inmortal, sutil y ligero. En el plano espiritual, la concentración y la meditación eran prácticas destinadas a "alimentar el espíritu", o sea fortalecer el principio de unidad de la personalidad humana, incrementar la autoridad de esta última

Sobre los seres trascendentes del interior del cuerpo y mantener así estos seres (dioses, espíritus y almas) cuya conservación es necesaria para la persistencia de la vida. En el primer caso se reforzaba el cuerpo como soporte material de la existencia; en el segundo, se prolongaba la vida misma dentro del cuerpo manteniendo

reunidos en él todos los seres trascendentes que lo habitan.

En efecto, el cuerpo humano es un mundo (microcosmo) semejante al mundo exterior (macrocosmo), el del Cielo y la Tierra, como se dice en chino. El hálito, que desciende al vientre merced a la respiración, se une allí a la esencia, encerrada en el campo de cinabrio inferior, y esta unión produce el espíritu, que es el principio rector del hombre, le hace obrar bien o mal y le confiere su personalidad.

Este espíritu, a diferencia de lo que llamamos alma, es temporal: formado por la unión del hálito, venido de fuera, y de la esencia, encerrada en cada hombre, queda destruido al separarse ambos elementos en el instante de la muerte; para fortalecerlo es preciso acrecentar el hálito y la esencia mediante prácticas adecuadas.

El cuerpo está dividido en tres secciones: superior (cabeza y brazos), media (pecho) e inferior (vientre y piernas). Cada una tiene su centro vital, una especie de puesto de mando; son los tres campos de cinabrio, así llamados porque el cinabrio es el ingrediente esencial de la droga de la inmortalidad. El primero, el "palacio de Nihuan (término derivado de la voz sánscrita nirvâna), se encuentra en el cerebro: el segundo, el "palacio escarlata", está junto al corazón; y el tercero, el "campo de cinabrio inferior", se halla situado bajo el ombligo. Imaginemos en el centro del cerebro nueve casillas de una pulgada formando dos hileras superpuestas, una de cinco casillas y otra de cuatro, con un vestíbulo de entrada entre las cejas (probablemente una representación burda y esquematizada de los ventrículos cerebrales). Abajo, a la entrada, está la sala del gobierno; detrás, la cámara del arcano, seguida del campo de cinabrio y luego el palacio de la perla oscilante y el palacio del emperador de jade; encima, la corte celestial, el palacio de la realidad de la gran cumbre, el palacio del cinabrio misterioso, situado justo sobre el campo de cinabrio, y finalmente el palacio del gran augusto. En el pecho sirve de entrada el pabellón escalonado (tráquea), que conduce a la sala de gobierno y a las casillas siguientes; el palacio de la perla oscilante es el corazón.

En el vientre, el palacio de gobierno es el bazo, y el campo de cinabrio se encuentra a tres pulgadas debajo del ombligo.

Los tres campos de cinabrio tienen sus respectivos dioses, que residen en ellos y los defienden contra los espíritus y hálitos negativos.

Ahora bien, estos entes maléficos están muy cerca de sus dioses guardianes. Tres de los más perniciosos, los tres gusanos (o tres cadáveres), fueron instalados en el interior del cuerpo antes del nacimiento. Cada uno de ellos habita uno de los tres campos de cinabrio: el viejo azul mora en el palacio del Ni-huan, en la cabeza; la doncella blanca en el palacio escarlata, en el pecho; el cadáver sangriento en el campo de cinabrio inferior. No sólo causan directamente la decrepitud y la muerte atacando los campos de cinabrio, sino que tratan también de acortar el tiempo de vida asignado al hombre que la aloja, subiendo al cielo para referir sus pecados. Es porque después de la muerte, en contraste con las almas que van a los infiernos o se quedan en la tumba, según su especie, los tres gusanos salen a vagabundear; se les da el nombre de "fantasmas". Así, cuanto antes muera su «hospedero», antes obtendrán su libertad.

El adepto debe deshacerse de ellos lo más rápidamente posible, y para eso ha de «renunciar a los cereales», pues de la esencia de los cereales nacen y se nutren los tres gusanos.

La abstinencia de cereales, destinada a acabar con esos entes dañinos, es la base de todos los regímenes dietéticos taoístas, regímenes muy severos que excluyen especialmente el vino, la carne y las plantas de sabor fuerte para no incomodar a las divinidades del cuerpo a quienes repugna el olor de la sangre, la cebolla y el ajo. Mas esto aún no basta para destruirlos; hay que tomar también ciertas píldoras que provocan su muerte (existen numerosas fórmulas), y ello puede durar muchos años. Por lo demás, tales regímenes sólo surten efecto a la larga y son tan duros que no pueden llevarse a la práctica sino gradualmente, como lo hizo, por ejemplo, T'ao Yen, que a los quince años comenzó su abstinencia de cereales suprimiendo de buenas a primeras casi toda alimentación normal (carne, arroz, etc.), salvo la harina; más adelante suprimió también ésta, para terminar comiendo únicamente azufaifas. Mientras quede algo del «hálito de la comida sangrienta», todo progreso es imposible.

La destrucción de los tres gusanos concluye una especie de etapa preparatoria. Sólo después de su expulsión cobran plena eficacia la mayoría de las prácticas, pues sólo entonces puede sustituirse la alimentación corriente por el régimen ideal, el llamado «alimentarse de hálitos» o «respiración embrionaria», que confiere al cuerpo ligereza e inmortalidad.

Los médicos chinos dividen los órganos del cuerpo en dos clases: las cinco vísceras y los seis receptáculos. De todos estos órganos dependen las funciones esenciales para la vida: respiración, digestión y circulación (hoy se sabe que la medicina china conoció desde épocas remotas la circulación, más no su mecanismo). La respiración se descompone en dos tiempos: inspiración, que es una bajada del aliento (aire exterior) desde la nariz a través del bazo hasta el hígado y los riñones, y espiración, por la que el mismo aliento sube al corazón y los pulmones, pasando también por el bazo, y sale luego por la boca.

Una vez que los alimentos sólidos han bajado por el esófago hasta el estómago, son allí digeridos por el bazo, que transforma las sustancias útiles en los «hálitos de los cinco sabores». Estos hábitos de los cinco sabores se reúnen en el bazo, donde se mezclan con el agua llegada allá por un conducto especial diferente del esófago (hasta el siglo XI, los médicos chinos creyeron que había en el fondo de la boca tres conductos distintos, uno para el aire, otro para los alimentos sólidos y el tercero para el agua), constituyendo de este modo la sangre. Cada vez que el aliento espirado o inspirado atraviesa el bazo, arrastra fuera de él la sangre que, así empujada, avanza tres pulgadas por las venas. De esta suerte, o sea en estrecha dependencia unas de otras, van realizándose las tres funciones básicas: respiración, digestión y circulación.

En medio de estas tres funciones normales se desarrolla la respiración embrionaria, destinada a transformarlas e incluso en parte a reemplazarlas. El común de las gentes se contenta con respirar el aire exterior, que en tales personas se detiene en el hígado y los riñones y no puede franquear el «origen de la barrera», guardado por los dioses del bazo. Pero el adepto, después de inspirarlo, sabe alimentarse de ese aire haciéndolo pasar por el conducto de los alimentos; tal es la respiración embrionaria, así denominada porque tiende a restablecer la respiración del embrión en el seno materno.

Lo importante es aprender a «retener el aliento» durante mucho tiempo para poder nutrirse de él lo más posible. Así Liu Ken, que podía retenerlo hasta tres días, se volvió inmortal. La práctica de la «retención del aliento» es penosa; provoca toda suerte de trastornos fisiológicos, que el adepto debe llegar a superar poco a poco.

La respiración embrionaria no es a menudo más que el preludio del empleo del hálito, es decir, de Los diversos métodos para hacer circular el aliento a través del cuerpo. El acto de tragarse el aliento para que pasara por el esófago en lugar de la tráquea permitía a ese aliento franquear la puerta del origen de la barrera y llegar hasta el campo de cinabrio inferior y el océano de los hálitos; de aquí era conducido por el canal medular hasta el cerebro, desde donde bajaba de nuevo al pecho; sólo después de recorrer todo ese trayecto, atravesando los tres campos de cinabrio, era expulsado muy suavemente por la boca. O bien se lo dejaba vagar a través del cuerpo, sin dirigirlo (procedimiento llamado «depuración del hálito»). En caso de enfermedad, se le empujaba hacia la parte enferma para sanarla. El trayecto de los tres campos de cinabrio por el canal medular no lo recorría solamente el hálito, sino que algunos unían este último a la esencia en el campo de cinabrio inferior, y ambos eran conducidos al campo de cinabrio superior para «reparar el cerebro».

Tal era también el trayecto que seguía la droga de la inmortalidad por excelencia, el cinabrio (sulfuro de mercurio); pero éste sólo podía absorberse tras una serie de transformaciones que le daban la perfecta pureza requerida. Una técnica alquímica tan complicada no estuvo nunca muy extendida, debido a los gastos que exigía.

Como claramente se ve, la inmortalidad del cuerpo no se logra sino a raíz de esfuerzos prolongados y sobre todo bien dirigidos. No basta con entregarse sin más a las prácticas descritas en los libros u oídas de labios de los maestros; hay que saber también graduarlas para poder superar las etapas necesarias. Con todo, esto no quiere decir que sea preciso seguir un orden riguroso, por ejemplo, abstenerse primero de cereales para debilitar a los tres gusanos, luego tomar las drogas que los matan y sólo después dedicarse a los ejercicios respiratorios para, reteniendo el aliento cada vez más tiempo, llegar por fin a la perfecta respiración embrionaria. La vida es demasiado breve y cada etapa demasiado larga como para someterse a un orden tan rígido. Por otro lado, cada práctica contribuye al éxito de las otras. Hay que emprenderlo todo a la vez, los ejercicios respiratorios al mismo tiempo que el régimen dietético, a fin de poder ya practicar una retención suficientemente larga del aliento cuando uno se haya liberado de los tres gusanos y no tener que realizar todo el aprendizaje en un momento de la vida quizá ya muy avanzado. Lo que sucede es que la práctica de «alimentarse del hálito» sólo adquiere plena eficacia cuando la dieta y las drogas han conseguido finalmente expulsar y destruir a los tres gusanos.

La vida humana es corta, mientras que la búsqueda de la inmortalidad es un largo proceso. Así las posibilidades de volverse inmortal disminuyen con la edad y es inútil aplicarse a esas prácticas pasados los setenta años. Nadie que a los setenta años comience a interesarse por la inmortalidad podrá alcanzarla. Cierto que las prácticas taoístas prolongan la vida, antes mismo de proporcionar la inmortalidad completa, mas no hay que contar mucho con esto, pues cada cual tiene su destino y, si uno está destinado a morir prematuramente, es muy difícil evitarlo, a menos de haber hecho tales progresos que el Señor del Destino borre nuestro nombre del libro de la muerte para inscribirlo en el libro de la vida. Existen, en efecto, dos registros donde figuran los nombres de todos los seres humanos desde su nacimiento. Uno, el más voluminoso, es el de los hombres comunes y los infieles, el libro de la muerte; el dios y sus escribas anotan en él el nombre, sexo y tiempo de vida asignado a cada niño al nacer. El otro, más pequeño, es el de los futuros inmortales, el libro de la vida; algunos tienen su nombre inscrito en él, desde que nacieron, pero la mayoría de quienes figuran en esa lista lo han merecido por sus esfuerzos; el dios los borra entonces del libro de la muerte para ponerlos en el libro de la vida, y desde ese instante quedan destinados a alcanzar tarde o temprano la inmortalidad, a menos de cometer alguna falta grave que haga que se tache su nombre en el libro de la vida y vuelva a ser inscrito, definitivamente esta vez, en el libro de la muerte. Así, pues, la contabilidad de vivos y muertos se lleva siempre bien y nadie puede esperar sustraerse a la muerte y llegar a ser inmortal por sorpresa.

Mas para obtener la inscripción en el registro de la vida no bastan meros ejercicios respiratorios y dietéticos, ya que, en definitiva, esto no es sino medicina e higiene. Es necesario, además, hacer progresos en la vida religiosa, sobre todo en la meditación y contemplación. He aquí otro aspecto, no menos importante, del taoísmo.